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cuando se asigna una calificación cuantitativa a una actividad realizada por un estudiante (sea un examen, un trabajo, una actividad grupal, etc.), el número asignado no sólo no refleja cuánto sabe o cuánto aprendió el estudiante sobre un tema, si no que, además, no dice absolutamente nada de qué es lo que el estudiante realmente sabe o logró en su proceso de aprendizaje.
En los procesos educativos tradicionales, las evaluaciones, es decir las mediciones del aprendizaje, entregan como resultado un valor numérico que supuestamente indica cuánto aprendió cada estudiante. A esta calificación se le da tanta importancia que incluso es la que determina la aprobación o no de un curso.
El promedio de las calificaciones de todos los cursos determinan incluso la permanencia del estudiante en la institución. A esta medición cuantitativa se le considera tan importante que llega a trascender el ámbito de la institución educativa que las asigna puesto que son utilizadas por otras instituciones para otorgar becas y otras ayudas.
La calificación cuantitativa es un paradigma tan arraigado en la educación que difícilmente se cuestiona. Estuvo presente en nuestra educación y sigue estando presente en las aulas de hoy. La sociedad la acepta y reconoce como si fueran un reflejo objetivo de la realidad y no fuera posible nada diferente.
El primer engaño que hay detrás de una calificación numérica es creer que es objetiva. Como se trata de números, se piensa que su valor es significativo y mide lo que aprendió el estudiante.
Lo cierto es que cuando se asigna una calificación cuantitativa a una actividad realizada por un estudiante (sea un examen, un trabajo, una actividad grupal, etc.), el número asignado no sólo no refleja cuánto sabe o cuánto aprendió el estudiante sobre un tema, si no que, además, no dice absolutamente nada de qué es lo que el estudiante realmente sabe o logró en su proceso de aprendizaje.
Esto empeora en la medida en que cada calificación se computa o se promedia con otras calificaciones resultado de otras actividades. A mayor número de calificaciones computadas más se desdibuja la realidad que hay detrás de ellas porque dicen mucho menos de cuánto y sobre todo de qué es lo que ha aprendido un estudiante. Al final de un curso se tiene como calificación final un número resultante de promedios y ponderaciones que es el que se utiliza para establecer si el estudiante aprueba o no (usualmente comparando esta cifra con un límite inferior totalmente arbitrario).
Así, ni todos los estudiantes que aprueban un curso saben las mismas cosas (incluso los que aprueban con la misma calificación final), ni todos los que reprueban tienen las mismas falencias de conocimiento. Este sistema de calificación, que es el generalizado dentro del sistema educativo, no incentiva ni mueve a quien aprueba un curso a que, pese a tal aprobación, se esfuerce por aprender aquello que le hizo falta (es probable además que quien obtuvo la máxima nota posible no haya alcanzado todo el aprendizaje esperado dentro del curso).
Tampoco ayuda a señalar para cada uno de quienes no aprobaron un curso, cuáles fueron aquellos aprendizajes que quedaron pendientes y cuáles sí se lograron. Por esto es que la institución educativa en vez de tratar de corregir las fallas específicas que ha tenido cada estudiante en su proceso de aprendizaje, los condena a todos ellos por igual a repetir el curso completo.
Cada curso que se imparte debería tener bien definido cuáles son los aprendizajes mínimos que el estudiante debe alcanzar. Y al final, la calificación, a cambio de un número arbitrario e inútil con respecto al aprendizaje, debería incluir una descripción detallada de aquello que cada estudiante ha aprendido, como aquello que cada uno de ellos, aún no ha logrado. Para lograr esto, se requiere realizar un cambio sustancial en el modelo de evaluación aplicado en las instituciones educativas, pero es más coherente, útil y razonable si lo que interesa es el aprendizaje y una medición objetiva de los logros de cada estudiante.
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